Rss Feed
  1. Castroforte del Baralla
    5 de julio de 2012

    Pasados cinco o seis días desde nuestro último reto ya podemos publicar los textos recibidos. Recordemos que lo que se pedía era un relato breve que comenzara con la oración Soñé que había matado a alguien y, voluntariamente, con alguna otra particularidad. Sin más dilación, estos son los textos que han llegado a la Biblioteca:



    Mi plan de juventud

    Soñé que había matado a alguien. No recuerdo mucho de ese sueño que solía perseguirme en mi juventud. Hoy, a mis cuarenta y cinco todavía seguían en mi mente pequeños retazos de él. Como el rostro de un hombre reflejado en un espejo, un frasquito de un líquido carmesí y un gato marrón con un lazo.

    Tan sumido me hallaba en el recuerdo de aquel lejano sueño, que no oí como abrían la puerta del apartamento para dejar pasar a un felino color chocolate. Al verlo pensé en el gato de mi pesadilla y el miedo se apoderó de mí, dejándome paralizado. El felino se subió a mis rodillas y estiró el cuello para mostrarme lo que llevaba prendido del lazo, se trataba de un frasco y una nota escrita con mi propia letra.

    Entonces todo se volvió claro, nunca había sido un sueño, siempre había sido un plan hecho por mí contra mí. Le dije adiós al gato y bebí del frasco color escarlata para que mi sangre cesará en su interminable viaje.


    Márquez




    El despertar

    Soñé que había matado a alguien. Desperté con el cuerpo lleno de viscosidad aparente. Sudor pensé, pero era algo más. Al poco tiempo, cuando era más consciente; bueno digamos que tenía algo de conciencia, cosa que dudo, lo entendí. Mi cuerpo estaba caliente, un rojo cuya longitud de onda era aproximada a emisión α del Hidrógeno.

    Me quede perplejo, mi propia mente me engañaba. Había hecho una relación en cuánto a una emisión lumínica y mis entendederas no alcanzar ni a distinguir el elemento. ¿Qué me estaba pasando?, sería la pregunta que cualquiera se habría preguntado. Pero yo no, yo estaba feliz, había soñado matar a un hombre y era obvio que lo había hecho; lo había matado en sueños. Pero lo que el populacho no sabe es si vivimos cuando soñamos, o en realidad soñamos viviendo. Yo lo había descubierto. Había roto el velo, había desaparecido la cortina en la pantomima. Había aniquilado a mi parte ignorante, y había florecido la consciente. Ahora por fin lo entendía, la lectura me había salvado.

    Yo. Un momento. ¿Cuál era mi nombre? No lo recordaba, buen indicio de que había desgarrado la personalidad nefasta de la desgraciada ignorancia. ¡Ahora podría llamarme cómo yo quisiera!. Carl Asimov. Eso es, me llamaba Carl Asimov. Como iba diciendo, pues no sé si me lo digo a mi mismo o se lo digo al que fui, tal vez a alguien más, pero aquí no hay nadie más. Mi antigua personalidad, ¿Está eso bien dicho?, era simplemente un mendigo, un mendigo apostillado en los habitáculos de los bancos, que cuando no dormía pedía, y cuando no pedía, bueno bebía. La gente pasaba, me miraba, me contemplaba, pero aún recuerdo sus ojos: tristes, desolados, empáticos, superiores. Había de todo. Generalmente era el sexo femenino el que me otorgaba algún tipo de limosna. Ellas con su ingenio sabían lo que debían hacer: darme buena comida, nunca dinero para el vino. Aunque yo, ¿Pero soy yo o el otro yo?, apreciaba más el vino, me hacía sucumbir más rápido, pronto se apagaría la llama que ostentaba mi vida, que me aferraba a la vida terrenal, pronto…
    Un día un hombre se acercó mientras creía que dormía y me dejo un libro La vida de Frederick Douglas. Antes de que pudiera irse le enfrenté con mi mirada carcomida. El hombre lejos de asustarse me dio los buenos días.

    -¿Qué puñetas quieres?

    -No se confunda, las puñetas no son lo que quiero de usted, aparte de que usted no las posee. Usted me conoce, aunque no lo crea. Cuando le vi ayer, no lo pude creer, no podía ser. Aún no estoy seguro de si es usted, pero si lee ese libro ambos lo sabremos

    El hombre se fue apresurado, cuando se alejaba pude distinguir su figura, pues antes no le había prestado mucha atención. Era un hombre alto, fuerte, de una treintena de años, y muy elegante. ¿Pero para qué puñetas quería yo un libro? No sabía leer, y no me lo podía comer.

    Dos meses después. ¿No queda claro?, esa unidad de tiempo después de que me dieran el libro, no del día que había despertado tras soñar a un hombre. Es algo claro, no sé porque lo explico. Bueno, 61 días, ¿Mejor?

    Desperté al alba, con el primer rastro de la luz, que sin ninguna piedad se apostaba sobre mi rostro obligándome a despertar. Los últimos días habían sido como todos, siempre la misma rutina. Esa mañana sin saber porque, recordé al hombre que me había traído un libro en mis sueños, o quizás no hubiera sido en mis sueños, por aquel entonces desvirtuaba cualquier realidad. Apostillado en mi pequeño hogar, aunque no me pertenecía, de repente, sin saber porque, estaba buscando aquel libro.
    Cuando lo encontré visualice la portada con una ansiedad mayor que mi deseo de llevarme algo a la boca. No sabía porque reaccionaba así, no era consciente de mí.

    Empecé a leer el libro, hoja tras hoja, capítulo tras capítulo. El libro iba consumiéndome dulcemente; cada letra, cada verso, frase, pensamiento era un regalo para mi intelecto. Sin saber lo que me estaba pasando me estaba convirtiendo, estaba sufriendo la metempsicosis.

    Al terminar de leer el libro, el cual tardé muchas horas pues mi nivel de lectura se había visto hundido por mi poca visibilidad y por la olvidada costumbre, me quedé dormido.

    Por fin lo entendí todo. Aquello que recordaba pasaba ayer. Aún seguía en el mismo lugar. Me mantenía en aquel habitáculo del banco que me había atrevido a llamar hogar. La única duda que me asaltó, aunque tendrían que haberme asaltado muchas más, fue si había vivido el sueño, o había soñado lo vivido. Lo único que sabía es que de alguna manera había conseguido despertar, volvía a ser yo, un hombre de éxito, el cual de pequeño había vivido la esclavitud y la lectura me salvó de ella; nuevamente la lectura me había salvado.






    Crimen a tres voces

    Soñé que había matado a alguien el día de mi ascenso. Estaba solo en casa, buscando un cuerpo que no conseguía encontrar. Cansado, decidí sentarme en el sofá a esperarte, convencido de que no tardarías en llegar. Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Lo hicieron insistentemente, así que me dirigí enseguida hacia ella. Por un instante vacilé pero, cuando por fin la abrí, la alarma del despertador dejó de sonar.

    Pero entonces sonó insistentemente el timbre y Sebastián, que estaba sentado en el sofá, permaneció quieto un momento con la esperanza de que dejaran de llamar. Como no dejaban de hacerlo, se dirigió a la puerta, con el arma en una mano y la placa en la otra, con la intención de abrir. Se detuvo un momento, cogió aire y la abrió sin más, haciendo que la alarma dejara de sonar.

    En ese instante hicimos sonar el timbre. Es posible que estuviera dormido porque tardó en acercarse a la puerta a preguntar. Notamos, Sebastián, que no sabía muy bien cómo reaccionar pero, por suerte, nos hizo caso y abrió la puerta. Le pido disculpas, mi capitán, si la escena fue muy escandalosa pero sólo cuando se entregó pudimos apagar las sirenas.


    J.B.



  2. Castroforte del Baralla
    3 de julio de 2012

    En esta biblioteca de pasillos amplios y largos, de salas tan diferentes, unas irregulares y otras geométricamente perfectas, nos preguntaremos de forma inevitable en algún momento por qué escribimos. Sin embargo, hoy vamos a dar un pequeño salto (un salto enorme, en realidad, porque esa pregunta no será fácil de responder en su momento) para preguntarnos por qué publicaríamos lo que hemos escrito.


    En principio, la respuesta más extendida será: para que nos lean. Aunque habrá quien lo haga, por supuesto, para ganar dinero (diría que esta ha sido una de las razones que ha llevado a muchos grandes escritores a publicar, la necesidad de ganarse la vida no con sus escritos, sino TAMBIÉN con sus escritos). Y, cómo no, la idea de pasar a la posteridad, de aparecer en los libros de historia, de representar un lugar y una época.


    Sobre todo esto se habla en el siguiente fragmento de Los buscadores de oro, de Augusto Monterroso, que ya ha aparecido por aquí en otra ocasión. Un fragmento en el que se pone de manifiesto que no importan las razones que nos lleven a publicar nuestros textos porque nunca sabremos qué pasará con ellos.


    En 1848 el novelista francés Henri Murger (1822-1861) comenzó a publicar en la revista literaria Le Corsaire-Satan sus Scènes de la Vie de Bohème. Su amigo Charles Baudelaire colaboró con algunos de sus primeros artículos en esa revista de escándalo. El buen Murger, nacido en París, era hijo del portero alemán de un edificio parisiense, y tuvo una educación más bien escasa. En su primera juventud trató de convertirse en pintor, sin buen éxito; luego publicó un volumen de versos titulado sencillamente Poésies, con el mismo resultado; pero por último se decidió a retratar en una novela lo que mejor conocía: la vida de pobreza de muchos escritores y artistas frustrados como él. Con esto se hizo célebre. Las Escenas pasaron de aquella revista a adaptaciones para el teatro, y por fin, en 1851, Murger las publicó en forma de libro. Su fama como escritor realista se extendió entonces con rapidez por el mundo entero, a lo que más tarde, treinta y cinco años después de muerto Henri, vino a contribuir Giacomo Puccini convirtiendo las Escenas en su ópera La Bohème, con la cual a finales de aquel siglo se lloró en abundancia y en éste algunos todavía lo hacemos con placer masoquista y pudoroso. Sin embargo, la ópera de Puccini, estrenada en Turín el 1º de febrero de 1896, en lugar de contribuir a que el libro de Murger, traducido ya para entonces a numerosas lenguas, se afirmara en los medios literarios y entre el público, produjo el efecto contrario: las Escenas y su autor pasaron al olvido y hoy los editores no se ocupan de ellos. Durante la primera Guerra Mundial los libros de Murger tuvieron un extraño renacimiento; pero ahora, en París, he buscado inútilmente cualquiera de sus obras en el idioma que sea, y cuando pregunto en especial por las Scènes o por sus cartas en las librerías de éste o el otro lado del Sena, los libreros escudriñan en sus catálogos y no encuentran ni esos títulos ni a su autor.


    Augusto Monterroso, Los buscadores de oro


    En cualquier caso, tú ¿por qué publicarías?


  3. Castroforte del Baralla
    29 de junio de 2012

    Antón Chéjov, escritor ruso de finales del siglo XIX, dejó numerosos consejos para escritores de los que se puede encontrar una amplia selección por internet. En la Biblioteca vamos a rescatarlos poco a poco y nos van a servir de excusa para sacar adelante el taller.



    Empecemos por algo básico. ¿Cuánto tiempo le dedicamos a la escritura?


    Para escribir un relato se requieren cinco o seis días, durante los cuales uno no debe pensar en otra cosa; en caso contrario, las frases no adquirirán nunca la forma adecuada. Antes de ponerla en papel, cada frase debe permanecer en la cabeza un par de días, para adquirir cuerpo. En realidad, yo mismo soy demasiado perezoso para atenerme a esta regla, pero como usted es joven se la recomiendo fervientemente, pues he experimentado muchas veces sus efectos beneficiosos, y sé que los manuscritos de todos los auténticos maestros han sido emborronados de arriba abajo, desgastados y cubiertos de añadidos que a su vez están llenos de tachaduras y correcciones.


    Antón Chéjov, Consejos a un escritor


    El reto, por tanto, consistirá en escribir un relato (breve) que comience de la siguiente manera: Soñé que había matado a alguien. Además el texto deberá tener alguna particularidad. Es decir, podéis utilizar sólo el futuro, escribirlo en segunda persona, terminar todas las oraciones con la misma palabra... etc. Cualquier cosa que se os ocurra. Habrá que indicar, cuando enviéis el relato, cuál es esa particularidad, por si se tratara de algo difícil de ver.

    Como aconseja Chéjov, no solo no es necesario, sino que además no es conveniente que enviéis vuestro texto mañana o pasado mañana, aunque lógicamente sois muy libres de no seguir el consejo. Aprovecho para indicar que podéis aceptar el reto de escribir cualquier texto propuesto en el taller en cualquier momento y que desde la Biblioteca se intentará que los nuevos textos que vayan llegando tengan la visibilidad que merecen.


  4. Castroforte del Baralla
    27 de junio de 2012

    Uno de los pensamientos que posiblemente a toda persona que le gusta escribir se le ha pasado por la cabeza es el de que viviendo donde vive o habiendo nacido donde ha nacido jamás podrá contar historias como lo han hecho los grandes escritores que admira. Es decir, no solo cualquier tiempo pasado fue mejor; también cualquier otro lugar. Aquí nunca pasa nada y todo lo que merece ser escrito parece que ya se ha escrito antes y mejor.



    En el siguiente fragmento de Augusto Monterroso, perteneciente a Los buscadores de oro, una pequeña obra autobiográfica, tenemos precisamente la opinión de un escritor que parece haber pasado por eso, del que se intuye que conoció ese sentimiento.


    Estoy convencido de que para quien en un momento dado, de pronto o gradualmente, decide que va a ser escritor, no existe diferencia alguna entre nacer en cualquier punto de Centroamérica, en Dublín, en París, en Florencia o en Buenos Aires. Venir a este mundo al lado de una mata de plátano o a la sombra de una encina puede resultar tan bueno o tan malo como hacerlo en medio de un prado, en la pampa o en la estepa, en una aldea perdida de provincia o en una gran capital. Enfrentar el mosquito anófeles del paludismo en una aislada población del trópico o los bacilos de Kock en Praga puede, es verdad, determinar el curso que seguirá su vida, acortar esta o hacerla insoportable y melancólica, pero no impedirle concebir ideas originales y formularlas en frases brillantes o, para el caso, salvarlo de pensar tonterías y exponerlas en frases torpes. El pequeño mundo que uno encuentra al nacer es el mismo en cualquier parte en que se nazca; solo se amplía si uno logra irse a tiempo de donde tiene que irse, físicamente o con la imaginación.


    Augusto Monterroso, Los buscadores de oro


  5. Castroforte del Baralla
    25 de junio de 2012


    Aquí están los primeros resultados de la participación en el taller de escritura de la biblioteca. Recordemos: Había que reescribir un fragmento de Rayuela, la conocida obra de Julio Cortázar, y la consigna era seguir el esquema del fragmento y terminar con las mismas palabras: "de la falta, de la merma, de la parvedad del presente". Según vayan llegando más textos se irá actualizando la entrada.


    Realizar. Realizar cosas, realizar la idea del bien, realizar la micción, crear el tiempo, la omisión en cada carta de una baraja y la acción en todas. Una acción lleva consigo un nuevo camino, toda realización significa dejar un camino para coger otro, o mover los caminos para poder optar a otros, o también lo es decidir coger el camino en lugar de no cogerlo o coger el camino adyacente, o sea en toda acción afirmábamos una falta, nos faltaba algo por realizar, algo que aún podríamos realizar, la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente.



    Escribir. Escribir algo, escribir bien, escribir a un amigo, escribir cuentos, escribir en piedra y escribir sobre el papel; jugar a la escritura con todas las cartas. Porque detrás de todo escrito puede haber una protesta, porque todo escrito puede significar sacar de para entregar a, o cambiar algo para que esté así y no así, o conocer a una persona en vez de no conocerla o conocer a la de al lado. Es decir, en todo escrito podemos encontrar la admisión de una necesidad, de algo no experimentado todavía y que es posible vivir; la muda protesta frente a la evidencia constante de la falta, de la merma, de la parvedad del presente.

    J.B.


  6. Castroforte del Baralla
    25 de junio de 2012


    Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí donde un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso en ruinas.


    Juan José Arreola, Armisticio
    Confabulario personal



  7. Castroforte del Baralla
    24 de junio de 2012

    El taller de escritura de la biblioteca de Castroforte comenzó hace tiempo en un espacio hoy inexistente. Una de las primeras cosas que se les aclaró a quienes participaron en aquellas sesiones fue que no se trataba de un taller para mejorar, por ejemplo, la ortografía, o al menos no directamente. El objetivo del taller era y sigue siendo escribir, y para escribir hay que leer. Y leyendo y escribiendo no sólo mejoraremos nuestra forma de expresarnos o nuestra ortografía, también aprenderemos a conocernos un poquito más y mejor a nosotros mismos.


    La primera tarea del taller consistió en reescribir un texto. En concreto el reto que se propuso fue reescribir el siguiente fragmento de Rayuela, de Julio Cortázar:

    Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en una casa en vez de no entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente.

    Julio Cortázar, Rayuela

    Para reescribir el texto hay que tener en cuenta la consigna. La consigna es una regla que debemos mantener y que nos va a servir de excusa o como ténica para escribir cualquier texto. En este caso, por ejemplo, lo que hay que hacer es elegir un verbo distinto de "hacer" y seguir el esquema del fragmento de Rayuela para crear otro texto. Eso sí, además del esquema, hay que respetar el final del texto. Es decir, el nuevo texto debe terminar con las palabras "de la falta, de la merma, de la parvedad del presente".

    Lo que se intenta mostrar es cómo a veces basta con elegir un texto y reescribirlo para obtener algo en cierto modo original, posiblemente muy distinto y que, en cualquier caso, puede servir para introducir, por ejemplo, un taller de escritura.


    ¿Te atreves?

    Envía tu texto a labibliotecadecastroforte@gmail.com y será publicado en los próximos días.